Aunque el manuscrito sobre el tema más antiguo que se conoce data del siglo XVI, se piensa que El cuento del cortador de bambú es una historia que tiene más de mil años, y se la considera la obra inaugural del monogatari, la principal forma de prosa de ficción en lengua japonesa. Si la factoría de animación Studio Ghibli corrió el ambicioso riesgo de filmar una adaptación de una obra tan arraigada a su cultura, no cabe duda de que esperaba un éxito de público mucho más abultado del que tuvo en su país, hasta el punto de que se considera ésta una de las razones por las que el estudio anunció el cese de producción de largometrajes, poco después de la jubilación del veterano Hayao Miyazaki. No fue el creador de El viaje de Chihiro, sino su amigo y mentor, el octogenario Isao Takahata, quien afrontara el reto. El estilo de este último en El cuento de la princesa Kaguya parte de un dibujo que apenas va más allá del boceto, sin ocultar los trazos al carbón y dando sutilmente color con efecto acuarela pero, con una fotografía tan básica, casi abstracta, es en otros dos elementos primarios del lenguaje cinematográfico donde el creador encuentra un fascinante realismo: el sonido y el movimiento. Por un lado, la película tiene un sofisticado uso de su banda sonora, no solo (que también) en los diálogos y en la monumental partitura de Joe Hisaishi, sino en el ruido ambiente de los escenarios, la naturaleza fluyendo alrededor de los protagonistas, los pasos de la joven princesa corriendo sobre suelos de madera... Por otro lado, los artífices de la película insuflan vida a criaturas y personajes a través del movimiento, un verdadero reto cuando el material animado es, como decimos, un dibujo esquemático coloreado con acuarela, que los espectadores descubren con un realismo cercano al documental. En ambos sentidos, la primera media hora de la película, hasta que los personajes abandonan el bosque de bambú para siempre, es una incuestionable obra maestra.
Dos escenas de la película, similares y dispuestas, casi simétricamente, cerca del principio y cerca del final, sintetizan muy bien el grueso del relato y el cambio de tono resultante de ese momento en el que la protagonista es condenada a vivir en un palacio. En la primera, un grupo de niños cantan a las criaturas y ciclos de la naturaleza mientras recorren una senda de regreso a su aldea; sorprendidos descubren que la niña protagonista, que hace poco era un bebé, conoce la canción, e incluso se desmarca en solitario con una estrofa más triste en la melodía y en la letra. En la segunda, esta vez en una solitaria estancia del palacio, la madre adoptiva de la (ya adolescente) protagonista trata de animarla cantando la canción del principio; después de un silencio que casi congela la acción, la muchacha vuelve a cantar en solitario su estrofa, mientras vemos imágenes de la naturaleza que, adornadas con la desgarrada voz de la protagonista, resultan terriblemente melancólicas. De esta manera, como decimos, transita la narración de El cuento de la princesa Kaguya, de la alegría por el descubrimiento de la vida en sus primeros minutos, a la tristeza que supone la reclusión de la vida palaciega en la mayor parte de su metraje. De hecho, este cambio de tono pilla al espectador desprevenido, y probablemente sea esto el causante de que los ciento cuarenta minutos que dura la película resulten un punto excesivos. Con todo, es a partir de la marcha de la aldea donde se desarrolla el grueso de la acción descrita en el relato original (y no queda tiempo para abordar el tramo último, que explica el origen del Monte Fuji), el cual no es tan minucioso con la vida en el bosque, pero sí que se extiende en la descripción de los cinco pretendientes de alta cuna, a los que la princesa encomienda tareas imposibles. Aunque el material de partida sea ajeno, es admirable cómo el guion altera los acontecimientos para llevarlos al terreno de un discurso propio, no necesariamente relacionado con la historia original: los pretendientes se agolpan ante una princesa a la que nunca han visto y la comparan con bienes que no existen, lo cual enfada a la joven, que no tolera ser convertida en un ideal. La princesa siente fascinación por la existencia vibrante de la gente sencilla que vive por y para los bienes terrenales, y repudia la impostura de la clase alta, que venera unos ideales intangibles que se contraponen al disfrute humano natural. En última instancia, que la protagonista tenga que ser obligada a olvidar todo lo que ha vivido, liberándola así de las impurezas de la Tierra, mientras la muchacha defienda entre lágrimas el lugar maravilloso que deja atrás, convierte a ese viaje final en una metáfora de la muerte, y a toda la película en un canto a la grandeza de estar vivo.
Kaguyahime no monogatari - Isao Takahata - 2013 [ficha técnica]
viernes, 22 de abril de 2016
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