Los dos primeros largometrajes de Jaime Rosales ya certificaron que su cine habla sobre la condición humana o sobre la sociedad desde un punto de vista abstracto, atemporal. El atentado que tenía lugar en la parte central de La soledad le servía como metáfora del relato, significando que la situación de sus personajes sufría una tensión que no podía sino acabar explotando. Rosales llevaba su peculiar lectura de los hechos hasta un extremo tal que nunca mostraba a sus personajes hablando sobre temas como el terrorismo o la política, para no traicionar así el carácter trascendental de su discurso con tópicos coyunturales. La soledad no era un film sobre el terrorismo como tampoco Las horas del día lo fue "sobre la vida cotidiana de un asesino en serie" (como tantos críticos malinterpretaron en su día), y sí sobre un individuo tan aterradoramente "normal" que había llevado su apatía hasta unos niveles en los que matar a otra persona era un acto tan irrelevante como ir a trabajar por las mañanas o discutir con la pareja de vez en cuando. Con Tiro en la cabeza Rosales sigue por este camino: Ion Arretxe es en la película un ciudadano que emplea la mayor parte de su tiempo en tareas cotidianas, como charlar con su kioskero, quedar en el bar con un conocido, acostarse con una amiga, escuchar unos discos en un centro comercial... hasta que un día él y un compinche terminan asesinando a bocajarro a dos jóvenes que encuentran en un restaurante de carretera. Como en La soledad, el atentado aquí es un hecho del que no se nos da ningún dato, y por más que se conozca la historia y que el espectador tenga acceso a cierta información (se sabe que el film está basado en el asesinato de dos guardias civiles el año pasado en Capbreton), ésta no aparece en las imágenes del film. Su director vuelve a utilizar el cine para despegarlo de una realidad concreta y hacerlo aplicable a muchas otras realidades. Ello no impide, no obstante, que su abstracto discurso ofrezca una lectura acotada, y que aporte un interesante punto de vista sobre el problema del terrorismo de ETA (la manera de mostrar los hechos vendría a ser una metáfora de la sorda relación existente entre ambos bandos del conflicto), donde se nos dice que el terrorista puede ser un tipo corriente, casi entrañable, aunque es capaz de asesinar con brutalidad, por no hablar de la acertadísima descripción física que Rosales aplica a sus actores (mientras que los del entorno de Ion tienen un aspecto desaliñado y socrático, sus víctimas parecen inexpertos jóvenes sanos y aseados).
Su responsable, por tanto, vuelve a concebir un film muy sugerente desde un punto de vista semántico, aunque esta vez realiza un trabajo bastante irregular como realizador, al apostar por un estilo radical que convierte el visionado de su película en una experiencia límite: toda ella está rodada "espiando" a sus personajes con cámaras emplazadas en la lejanía y, por tanto, privándonos de sus diálogos. Durante esta experiencia, vienen al recuerdo algunos trabajos como Close up o El espejo cuyos directores (los iraníes Abbas Kiarostami y Jafar Panahi), por exigencias del relato, tuvieron que recurrir a una filmación distante y accidental para seguir a sus personajes, con lo que lograron, paradójicamente, mayores cotas expresivas que con un estilo más pulcro. A Rosales, sin embargo, le ocurre justo lo contrario, y la apuesta formal de casi todo su metraje no le es fiable en sus momentos climáticos: durante la secuencia del encuentro entre terroristas y victimas, el montaje hace un uso tradicional de planos y contraplanos. Por otro lado, buena parte de los encuadres parecen fruto de la improvisación, les falta el rigor de José Luis Guerín en proyectos tan logrados como En la ciudad de Sylvia, donde también se jugaba con la longitud focal para experimentar con la profundidad de campo, sólo que en aquel caso cada toma era precedida por un concienzudo estudio previo de las posibilidades del lenguaje cinematográfico, lo que daba como resultado un film plásticamente perfecto. Las imágenes de Tiro en la cabeza no tienen esa virtud.
'Tiro en la cabeza' - Jaime Rosales - 2008 [ficha técnica]
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martes, 14 de octubre de 2008
Tiro en la cabeza
viernes, 10 de octubre de 2008
Vicky Cristina Barcelona
Vicky (Rebecca Hall) y Juan Antonio (Javier Bardem) mantienen una tensa conversación delante de la célebre salamandra del Parque Güell en una tarde de verano sin que nadie les moleste. Casi cualquier español que haya visto Vicky Cristina Barcelona sabe que es imposible acercarse a ese escenario en temporada alta sin tropezar con decenas de ruidosos paseantes que posan junto a la estatua para llevarse una postal de recuerdo. Al igual que en el catálogo de una agencia de viajes, la película de Woody Allen describe una ciudad donde la imagen del viajero maleducado y molesto ha desaparecido, sólo vemos a turistas como Cristina (Scarlett Johanson) con las que a uno no le importaría encontrarse. Esta manera de ver los escenarios como una postal suele ser el detonante del ataque que films como éste sufren entre los cinéfilos que viven en los países donde son rodados. Sin embargo, para poner el grito en el cielo por este motivo a propósito de Vicky Cristina Barcelona haría falta, en primer lugar, conocer lo suficiente lugares como Los Ángeles, Londres o Venecia para saber si Allen fue menos escaparatista cuando abandonó Nueva York para rodar en esas ciudades. Después habría que abstraerse de los aspectos coyunturales, como el hecho de que tal o cual institución catalana haya participado generosamente en la producción del film (imponiendo así a sus artífices que "vendan" una buena imagen de la ciudad), para ceñirse a criterios puramente cinematográficos y preguntarse si, en el fondo, es malo que un escenario ficticio se corresponda poco o nada con su modelo real. Recordemos que la crítica francesa de primeros de los sesenta fue la primera en defender el cine de Hitchcock pese a que el cineasta no hiciera una recreación rigurosa de las localidades americanas donde ambientaba sus películas. Así, Truffaut explicaba que no le gustaba La ventana indiscreta porque no conociera Greenwich Village sino porque conocía el cine. El tema es que ni siquiera si uno se acerca a Vicky Cristina Barcelona como amante del cine descubre en ella una magnífica película.
Volviendo a Truffaut, la descripción inicial de las jóvenes Vicky y Cristina recuerda al de los protagonistas de Jules et Jim, en gran parte por el uso que se hace de la narración en segundo plano y la agilidad que se imprimé así a los pasajes narrados. Esta idea persiste debido a que los protagonistas de ambas películas terminan participando en consentidos triángulos amorosos pero, no nos engañemos, Allen queda aquí muy por debajo del director francés. Eso si, se deja influir lo suficiente como para resaltar una de las (pocas) virtudes de la película: a sus setenta y tres años, Woody Allen ha rodado una de las películas más jóvenes de toda su carrera, no sólo en el mal sentido (parece obrada por un guionista y realizador inexperto), también porque deja que el espíritu de sus personajes contagie al ritmo de su película (y hasta puede que estemos ante uno de esos divertimentos que terminan convirtiéndose en joyas con el paso de los años). En efecto, sus dos protagonistas femeninas son observadas y cuidadas con maduro respeto pese a su ingenuidad, si bien a la hora de describir a los personajes interpretados por Barden y Penélope Cruz el trazo es mucho más grueso. No obstante, esto es suficiente para hacer un interesante estudio del choque cultural que se produce, por ejemplo, entre Cristina y Maria Elena, cuando la primera intenta asimilar con ingenuidad el descaro de la española (me pregunto cómo habrán resuelto en la versión doblada del film los muchos momentos en los que Penélope Cruz alterna inglés con castellano, desesperando así a Javier Barden y logrando, de lejos, los momentos más divertidos del film).
La película no es ninguna joya pero tampoco es la menos lograda de cuantas su director ha rodado en los últimos años, y si lo fuera sería por muy poca diferencia. Tal vez el desmedido rechazo que está sufriendo en nuestro país no se deba sólo a que Allen haya rodado por encargo político, sino a que esta manera de trabajar a sueldo es demasiado evidente, sobre todo porque nunca muerde la mano que le da de comer (¿por qué ningún personaje habla mal de Barcelona, ni siquiera el novio de Vicky, quien proviene de un mundo de altos ejecutivos y sólo viaja a España para dar un capricho a su prometida?). Además, la desgana con la que el realizador suele materializar últimamente sus guiones unida a un equipo técnico que, en su mayor parte, nunca ha trabajado con él, hacen de Vicky Cristina Barcelona una rareza donde su director ha desaparecido casi por completo. Precisamente por ello encontramos aspectos bastante positivos: mientras que Allen observa a sus actrices como un mirón pasivo (pocas veces se ha visto en una pantalla de cine un beso menos creíble que el de Scarlett Johansson y Penélope Cruz), Javier Aguirresarobe hace milagros para que las situaciones terminen resultando estimulantes.
'Vicky Cristina Barcelona' - Woody Allen - 2008 [ficha técnica]
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