miércoles, 23 de abril de 2008

Elegy

El hecho de que un guionista lleve a la pantalla sus propios guiones no lo convierte necesariamente en autor cinematográfico, a veces sólo estamos ante un escritor que se atreve a dirigir. Woody Allen lo demuestra con el grueso de su filmografía, de ahí que su talento como guionista sea sobresaliente y que su labor como realizador resulte en muchas ocasiones demasiado funcional, y que muchos especialistas se refieran a sus trabajos no como películas, sino como textos filmados. Otra cosa distinta es que, en cualquier caso, Allen sea tan artista como el mejor de los cineastas o que, de vez en cuando, haya demostrado que tiene también una aptitud envidiable para utilizar el lenguaje audiovisual. Isabel Coixet, quien también ambienta su último trabajo en Nueva York, podría ser considerada por los mismos motivos una realizadora de textos pero, a diferencia de Allen, ella nunca ha demostrado habilidad alguna para utilizar correctamente el medio en el que ejerce. Hasta ahora, sus protagonistas casi siempre se nos han mostrado escribiendo diarios o notas cuyas palabras son impresas en la pantalla, explicándonos con rótulos lo que la directora no es capaz de contarnos en imágenes, aunque cuando intenta recurrir a éstas es todavía peor, como demuestra en su sobrevalorada La vida secreta de las palabras, casi toda ella (excepto un tramo final algo más emotivo) rellena de panorámicas vacías y diálogos aburridos. Ello nos lleva a pensar que Coixet es una escritora que utiliza el cine porque, en la actualidad, es más fácil llegar a un público masivo dirigiendo películas que escribiendo libros (siempre que los libros no sean los best seller de John Grisham o Dan Brown).

Con Elegy, Coixet emprende por primera vez una labor exclusivamente cinematográfica, y se limita a llevar a la pantalla un material ajeno, en este caso la novela El animal moribundo del aclamado Philip Roth. Lo insólito del asunto es que tal vez estemos ante la mejor película (o la menos mala) rodada por la directora barcelonesa, no porque su labor tras la cámara haya mejorado (al contrario, sigue combinando una puesta en escena funcional y una planificación arbitraria con una capacidad de sugestión visual muy limitada), sino porque la historia de Philip Roth adaptada por Nicholas Meyer está muy por encima de los guiones escritos por la propia directora. El hecho de que el personaje de David Kepesh, encarnado en Elegy por Ben Kingsley, no cese de emitir largos monólogos ni de confesar sus inquietudes a su amigo George O'Hearn (Dennis Hopper), quien personifica la conciencia del primero, es una prueba de lo poco que la realizadora confía en la capacidad de su propio lenguaje, y de los escasos riesgos que corre para no perder la esencia del original literario, lo cual puede que sea un acierto, ya que es muy probable que el resultado hubiera sido peor si Coixet se hubiera atrevido a usar elementos puramente fílmicos (por ejemplo, dibujar la psicología de Kepesh a partir de los gestos del actor, o describir sus relaciones con los demás personajes mediante la puesta en escena), en lugar de recurrir continuamente a la palabra hablada. Por todo ello, Elegy termina pareciendo una "película de Isabel Coixet" (también porque la enfermedad que amenaza al personaje interpretado por Penélope Cruz recuerda mucho a la angustia que suelen sufrir sus protagonistas femeninas) aunque, como decimos, no debemos confundir este hecho con la noción de autoría cinematográfica. Y si estamos hablando de lo mismo, entonces puede que no tenga necesariamente connotaciones positivas.

'Elegy' - Isabel Coixet - 2008 [ficha técnica]
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viernes, 4 de abril de 2008

Pozos de ambición

La película Magnolia fue comparada con Vidas cruzadas por ser un relato narrado en plural y con un desenlace de tintes apocalípticos. Esto hizo que, desde entonces, siempre se haya comparado a Paul Thomas Anderson con Robert Altman, un director por el que él mismo siempre ha profesado admiración y al que ha estado agradecido. Lo cierto es que, analizando las películas de Anderson concienzudamente, es muy difícil encontrar en las desbocadas imágenes de su cine tantas referencias a Altman como se dice, y sí a otros directores americanos muy diferentes, especialmente a Martin Scorsese, con el que guarda multitud de paralelismos desde su megalómana Boogie Nights. En aquel film, Anderson reciclaba las ideas patentadas por el realizador neoyorquino en las películas Uno de los nuestros, La edad de la inocencia y Casino para contarnos el ascenso y caída de un universo particular (el cine porno "clásico"), de manera similar a lo que han hecho antes y después directores como Robert De Niro en Una historia del Bronx o Fernando Meirelles en Ciudad de Dios. La diferencia de Anderson con aquellos es que él no ha dejado de parecerse a Scorsese en sus siguientes películas, como demostró en Embriagado de amor, al rodar un film, a priori, de género que no se dejar encorsetar por ninguna norma, al igual que hizo Jo, qué noche con la comedia de los ochenta o El cabo del miedo con el thriller de los noventa. En Pozos de ambición las similitudes no cesan, sólo que ahora Anderson revela cierta inspiración en las películas de Scorsese más recientes, a contracorriente de tantos ex-devotos y especialistas que han dejado de confiar en él. Así, el personaje que Daniel Day Lewis interpretaba en Gangs of New York, deviene una suerte de borrador de Daniel Plainview, personaje principal de Pozos de ambición encarnado por el mismo actor, en medio de un relato que también intenta presentarnos el nacimiento de una civilización, aunque los resultados obtenidos por Paul Thomas Anderson están en este caso muy por encima de los de su predecesor, debido a que, como decimos, estamos comparando una etapa de Scorsese que supone un declive en su carrera con un título que es una culminación de las virtudes cinematográficas demostradas por Anderson hasta la fecha, ya de por sí sobresalientes. El film sigue las andanzas de Plainview desde que es un sencillo y autónomo minero en busca de metales (en un silente prólogo de hermosa plástica), describiendo poco a poco como se va convirtiendo en un magnate del petróleo, siempre en rivalidad con el enajenado pastor evangelista Eli Sunday, interpretado de manera no menos destacable por Paul Dano, dando paso ambos a una serie de duelos interpretativos que describen la lucha entre dos poderes, la iglesia y el petróleo, sobre los que, bajo el punto de vista de Anderson, se construyó un país (poderes que terminaron encontrando un importante filón en el cine, tal y como se nos sugiere al final). El mayor logro, sin embargo, no está en la destreza del realizador ni en las interpretaciones puntuales de dos actores, sino en el rigor humano con el que se compone cada imagen, mediante rostros que, por una vez, pertenecen a gente de otro tiempo.

Todo esto constituye el impecable envoltorio con el que Anderson ofrece un producto que parece haber sido elaborado a conciencia por sus artífices, lo que ha llevado a muchos críticos a recibirlo como lo más convencional que ha rodado su director desde que debutara con Sydney, quizás también por su linealidad narrativa o por la elegante manera en la que se insertan algunos flashbacks. Lo cierto, no nos engañemos, es que Anderson no ha abandonado un ápice su independencia y transgresión habitual. El propio protagonista, sin ir más lejos, es presentado de una manera poco ortodoxa, sin conocer nada de sus orígenes ni de sus lazos familiares (los cuales, poco a poco, van revelándose como falsos), habiendo así una gran distancia entre Plainview y otros personajes clásicos, como Gastby o Kane, con los que ha sido comparado sin demasiada fortuna. Por otro lado, su gusto por la experimentación se deja ver en la peculiar manera en la que resuelve secuencias tan climáticas como la de la explosión en la que el pequeño H. W. Plainview pierde para siempre el sentido del oído (a lo cual, la insólita partitura de Jonny Greenwood da un toque todavía más marciano). Por no hablar del "habrá sangre" del título original que nos suena como un chiste malo con el que el gamberro Anderson dinamita la seriedad con la que ha sido planteado todo el proyecto, en un violento epílogo en el que Plainview acaba tan solo y enajenado como lo estaba Howard Hughes retratado, cómo no, por Scorsese.

'There Will Be Blood' - Paul Thomas Anderson - 2007 [ficha técnica]
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