Las esferas de poder que mueven los hilos de la distribución cinematográfica han canalizado el cine oriental de manera que sólo conozcamos un puñado de directores exóticamente previsibles. Alguien ha pensado que en occidente queremos que los asiáticos sólo nos ofrezcan una puesta al día del cine de artes marciales de siempre (Tigre y dragón, La casa de las dagas voladoras) compaginada, si acaso, con pequeñas dosis de la herencia budista y del discurso con la madre naturaleza que tan bien saben cantar en oriente (Dolls, Primavera, Verano, Otoño, Invierno... y Primavera). Sin embargo, a muchos nos cuesta creer que en Asia no se esté cociendo algo realmente revolucionario en materia cinematográfica (con permiso de los ya conocidos Hsiao Hsien o Weerasethakul), que no haya realizadores que continuamente escapen de los cánones establecidos. Haberlos haylos, lo peor es que algunos de estos directores, como el chino Jia Zhang Ke, no vean el momento de lanzarse a nuestras pantallas, aún habiendo conseguido el León de Oro en el festival de Venecia. Still life es, en efecto, un ejercicio mucho más radical de lo que nos vienen ofreciendo archiconocidos asiáticos como Kim Ki-Duk, Zhang Yimou o Takeshi Kitano, cuyo cine a menudo busca ciertas fórmulas orientales canonizadas por occidente. Zhang Ke, de hecho, no huye de esas fórmulas, donde son obligatorios el cuidado fotográfico y la sobriedad escénica, sino que las rompe en el momento en que su cámara huye de la mirada tradicional, entreniéndose en objetos que no necesariamente pertenecen a la lógica del relato, siendo en sus manos (como en las de otro asiático, Abbas Kiarostami) un objeto de continua experimentación. En el film, la aptitud de los personajes se corresponde con esa extraña manera de realizar: el punto de vista distraído y despreocupado casa con la forma en que los personajes se mueven en un mundo de dramáticos cambios, donde un país entero está viviendo una revolución sin que sus gentes protesten especialmente. Nada despierta al pueblo de su letargo (como en la naturaleza muerta a la que remite el título), en un país donde ciudades enteras están siendo destruidas o inundadas por la creación de nuevas presas, ni siquiera un ovni tiene demasiada importancia para los protagonistas (ese par de secuencias literalmente marcianas, que rozan el surrealismo en un film muy realista, no suponen en absoluto la salida de tono que fue, por ejemplo, la sorprendente escena de acción y fuegos artificiales en medio de la popular cinta de Elia Suleiman Intervención divina).
Still life habla sobre el capital desde el punto de vista de un gigantesco pueblo que está abandonando el comunismo, lo que hace que el dinero no llegue a ser nunca como los países históricamente democráticos creemos que es. Ante los personajes de la China de Still life los billetes se usan como objetos en trucos de magia, para los aspavientos de las películas de serie B que miran los personajes en televisión, o como meras postales que muestran los paisajes dibujados en su reverso; si lo hacen para pagar por bienes o servicios es de manera poco honesta, siempre tras el regateo, para comprar personas, para saldar enormes deudas o como ganancia en trabajos precarios para demoliciones de viviendas donde muchos empleados pierden la vida. Zhang Ke da más importancia a los objetos que los personajes utilizan para aquellas ofrendas verdaderamente importantes, lo cual queda patente en el hecho de que el nombre de estos objetos se sobreimpresiona puntualmente en ciertos momentos, a saber, los cigarrillos que Han Sanming ofrece a sus compañeros, las botellas de licor que su cuñado le rechaza, el té que Shen Hong encuentra en la taquilla de su marido o los caramelos (toffee) que los personajes comparten al final. El uso moral que tienen los billetes y las ofrendas es la forma que tiene el director de denunciar los cambios que supone el capitalismo para su pueblo. En el cine de Zhang Ke se habla de la globalización en boca de los verdaderos perjudicados, y no de los occidentales que inventaron el término para trivializar con él. Puede que el discurso resulte ofensivo para las corrientes de pensamiento único que están acartonando el cine de sus compatriotas. Y puede que por eso no encuentre la forma de ser distribuído en este lado del mundo.
'Sanxia haoren' - Jia Zhang Ke - 2006 [ficha técnica]
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miércoles, 23 de mayo de 2007
Still life
martes, 22 de mayo de 2007
(Des) encuadernados
El estreno de la edición española de la mítica revista Cahiers du cinema viene acompañado de diversos ciclos programados en filmotecas de toda España, con los cuales sus artifices pretenden defender una manera de entender el cine que cada vez es más difícil de encontrar en nuestras carteleras, como muy bien explica Carlos Losilla en el primer número (mayo de 2007) de la revista:Instrucciones para seguir un ciclo
Los títulos que componen estos ciclos irán siendo comentados aquí en la medida de lo posible:
Elogio del radicalismo
La corrección política y el exceso de buenas maneras han desterrado del lenguaje cotidiano algunos términos sin los cuales el cine –pero también la literatura, o la pintura— no podrán sobrevivir: entre ellos el radicalismo, el extremismo. ¿Por qué no ser radicales? ¿Por qué no poner al espectador contra las cuerdas del sentido, de sus límites? ¿Por qué no aniquilar todas sus certezas para salvaguardar la excitación de la búsqueda constante? Ya no es tiempo de hacer arte, sino de convertirlo en acción política a través de lo más íntimo: nuestra percepción del mundo influye indefectiblemente en lo que pensamos de él, y por eso más vale el vacío que una imagen acomodaticia, porque siempre es mejor arriesgarse a conocer lo malo que quedarse con un falso saber impuesto.
Entonces, ¿por qué no el desasosiego? Todos los cineastas cuyas películas integran los ciclos de presentación de Cahiers du cinéma España insisten en incomodar a su audiencia. Algunos desde la exasperación del silencio, de esas figuras marmóreas que se plantan frente a la cámara y se niegan a caer en el simulacro de la gran charlatanería postmoderna. Otros desde los laberintos del relato que interrogan directamente al futuro de la narración, que se disuelven poco a poco hasta terminar en el grado cero del significado. Hay más, pero no vale la pena seguir: importa el trazo colectivo, a menudo atomizado en diferentes escrituras parciales, pero siempre unido por la voluntad de merodear alrededor de las apariencias. Las formas del cine radical ya no piensan, más bien sospechan: de los modelos institucionalizados, del saber legitimado, de las imágenes histerizadas por el poder.
Pero eso no redunda en la soledad de esos cineastas, ni de nuestra apuesta en su favor. Nada surge de la nada, y menos aún esos caminos que nos deslumbran con su promesa de futuro. Ocurre, sin embargo, que los ancestros nos quedaban más cerca, pues hubo un tiempo en que la institución cultural los aceptó y adoptó. Ahora nadie se atreve a estrenar a Pedro Costa, mientras que hace treinta años no había ningún problema en visibilizar a Bergman, Antonioni, Resnais, Hellman, Oshima… Dudamos de que Nobuhiro Suwa sea más “difícil” que Pasolini o Fassbinder: lo que ha cambiado es el rasero por el que se miden, ahora el de una lógica económica implacable, un mercado cultural –curiosa contradicción de términos— que sólo está dispuesto a rentabilizar una cierta estética de la obediencia, marginando cualquier atisbo de rebelión.
Sin embargo, también hay que sospechar de las imposturas de la novedad: verbigracia, la dudosa canonización de gran parte del cine oriental sólo por el hecho de serlo. Radical viene de raíz, y es a esas raíces a las que debemos remontarnos. Jia Zhang-ke no es importante por su condición de chino, sino porque su cine empieza allí donde lo dejó el de John Ford, Yasujiro Ozu y algunos compatriotas suyos de los que no sabemos nada, de manera que el conocimiento de estos nuevos autores puede ser un modo como otro de reescribir la historia del cine. El último Costa proviene de los Straub, mientras que Suwa se inspira en Resnais y Rossellini, y Garrel revive a Eustache a través de Renoir.
Las generaciones se entrecruzan, pero los herederos ya no disponen de plazas públicas en las que lidiar, si exceptuamos festivales y pases clandestinos. No estamos, pues, desviando la atención hacia la rareza como respuesta a la atonía de nuestras carteleras, sino reivindicando a los descendientes naturales de quienes las ocupaban no hace tanto. Lo cual, por supuesto, tampoco impide el reconocimiento de su media naranja: si no hubieran sido estrenadas, las últimas películas de Clint Eastwood, Richard Linklater o David Lynch también ocuparían un lugar en nuestra lista, pues tienen mucho más que ver con Hou Hsiao-hsien, Gus Van Sant o Alexander Sokurov que con el resto de las novedades en cartel. ¿Y qué es eso que comparten? Parafraseando a Serge Daney, sus imágenes han aprendido a mirar nuestras vidas.
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viernes, 4 de mayo de 2007
La fuente de la vida
Es tan difícil hacer un resumen valorativo de The fountain como difícil es pronosticar si tras varios visionados de esta cinta se descubrirá algo nuevo, pese a ser un relato para el que una sola lectura no parece suficiente. Sin embargo, sí que considero necesario al menos un pase del film, por ser una muestra paradigmática de una manera de ver la narrativa visual relativamente novedosa que tiene como premisa un culto tortuoso al guión cinematográfico, en la cual participan jovenes profesionales del cine como Michel Gondry, Charlie Kaufman, Christopher Nolan o (por qué no) Julio Medem, sin más referencias que la autocita, otras formas de cultura popular o acaso una ligera inspiración en títulos más clásicos. El punto y aparte que marca The fountain con respecto a otras obras de este grupo (incluso a títulos más notables, como ¡Olvídate de mí!) lo constituye su deuda directa con otro director no tan joven pero sí muy actual, David Lynch, y pienso concretamente en títulos tan radicales comor Inland Empire o Carretera perdida, además teniendo en cuenta que, aunque Darren Aronofsky no haya llegado aún a la altura alcanzada por Lynch en Mulholland Dr., el estilo visual de directores como Aronofsky, Nolan o Spike Jonze me resulta cinematográfico allí donde Lynch peca de televisivo, y ello teniendo en cuenta que el director de películas tan estilizadas como El hombre elefante o Una historia verdadera competiría en este sentido con talentos formados en el mundo del videoclip y los cortometrajes. Así, Aronofsky sería un director que ha sabido superar esa etapa cortometrajista a la que me refería a propósito de Hard Candy, algo que ya demostró en su célebre Requiem por un sueño, si bien The fountain, pese a su abultado presupuesto y a que el protagonismo del compositor Clint Mansell es casi tan grande como en Requiem..., ha terminado relacionándose con su modesto debut, Pi, estando ambos enmarcados en un género a caballo entre la fantasía y la más cruda ciencia, y teniendo en común múltiples puntos de sus discursos, destacando los amargos finales de ambas cintas, y el estado de resignación en el que acababan sus impotentes protagonistas (el de Pi, recordémoslo, acababa completamente enajenado pero sumido en una extraña felicidad).
Donde quiera que se busque una sinopsis de The fountain (por ejemplo, hojas de sala, reseñas de prensa e, incluso, entrevistas con sus responsables) se nos dice que la película mezcla tres tiempos históricos: el pasado, conducido por un conquistador español que busca en América el poder para salvar a su reina de un tirano de la inquisición (en una España donde se habla, como no, en inglés); el presente, donde un científico lucha por erradicar el tumor del que su mujer está enferma de muerte, y el futuro, donde un cosmonauta de rasgos budistas viaja en el interior de una burbuja hacia una supernova que le servirá para sanar a un centenario y moribundo árbol con el que dialoga. Las motivaciones de estos personajes están claras en el film, pero no así sus contextos, que resultan muy distintos de estas explicaciones de terceros. Así, si bien está claro que el presente lo constituyen el científico Tom Creo (Hugh Jackman), Izzy (Rachel Weisz) y las proezas del primero por salvar a ésta, no está sin embargo tan claro que el relato del aventurero español sea un tiempo pasado, sino una ficción fabulada y manuscrita por los protagonistas, que perfectamente podría no haber ocurrido nunca, mientras que la historia del misterioso personaje que levita por el universo es una suerte de representación idealizada de la trama científica principal, donde a Tom se le ha dado el poder absoluto para buscar la salvación en el último rincón del cosmos, y donde la vida que se intenta salvar no es ya una persona sino una abstracción (el árbol). En cualquier caso, las tres historias son muy distintas variaciones de un mismo relato, al tiempo que se complementan entre sí a la hora de aportar significantes a éste. Véase el anillo que la reina de España entrega al conquistador para que no pierda nunca el norte de lo que pretende salvar; Tom, en su cruzada médica particular olvida que su objetivo es sentimental, no científico (esos paseos por la nieve que le niega a su mujer al principio del film, perdiéndose así sus últimos días con ella por estar centrado en su trabajo) a la vez que pierde su anillo de casado, para comprender al final su importancia y tatuárselo con tinta en el dedo, de lo que pasamos al cosmonauta que ha dado la vuelta completamente a las cosas, ha trascendido a la ciencia y ha dejado de ver el amor como una relación entre humanos para convertirlo en un ideal, por lo que lleva todo el cuerpo (no sólo el dedo) cubierto de símbolos. El matiz aterrador con el que está descrita la inquisición aporta también un tono mayor de tragedia al conjunto, creándose equivalencias entre el fracaso del conquistador por liberar a todo un país de un tirano despiadado y el de un médico por curar a una sola persona, ya que, al final, los tres protagonistas asisten decepcionados a una idea de la inmortalidad contraria a lo que esperaban, bien convertidos en plantas que surgen de ellos al beber la savia de un árbol mitológico, bien reconociendo que, en efecto, la muerte "no es más que una enfermedad más", pero que sólo puede ser curada mediante el vegetal plantado en la tumba del ser querido, o bien llegando a la propia destrucción al acercarse a una supernova que les hará formar parte del cosmos. Llegamos así a una lectura del conjunto en el que quedan enlazados circularmente los tres relatos: puede pensarse que el árbol plantado en la tumba de Izzy sea el mismo que viaja por el espacio a punto de morir, y que la supernova lo convierte en el origen del universo, para quedar bajo la protección de los ciudadanos de un remoto lugar llamado Nueva España.
'The Fountain' - Darren Aronofsky - 2006 [ficha técnica]
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