Es curioso cómo, en ocasiones, la valoración que la crítica americana más conservadora hace del cine extranjero es en beneficio de la reputación propia. Por ejemplo, sus famosas menciones a la mejor película en lengua no inglesa suelen ir dirigidas, si es posible, a aquellas historias que no manchen demasiado la reputación del sueño americano. Este año, lo tienen mucho más fácil, pues su película extranjera favorita la han rodado y supervisado ellos mismos. Sospecho que si Cartas desde Iwo Jima nos llega desde Estados Unidos con el calificativo de obra maestra no se debe a su calidad (que la tiene), sino a un guión repleto de apuntes que magnifican el modo de vida americano o que, al menos, no lo pintan demasiado mal, por ejemplo, ese impecable general japonés que ha aprendido lo mejor que sabe de la sociedad americana, cuyas occidentalizadas tácticas militares fracasan cuando sus hombres lo ven como simpatizante del bando contrario. Véase también el extremismo con el que son descritos ciertos códigos de honor orientales, que hacen que los soldados tiendan al suicidio, dando a entender que esto pudo hacer más daño a las filas japonesas que la violenta invasión del bando contrario. Otros protagonistas, en cambio, descubren poco a poco el lado humano de los americanos, algo que estos últimos no hicieron en ningún momento de Banderas de nuestros padres (la otra cara de un mismo díptico), un film dedicado a darle vueltas al lado político de la guerra, pero al que aún le quedaba tiempo para mostrar lo crueles que podían ser los japoneses con sus enemigos.
Con esto pretendo alertar, como ya he hecho en otras ocasiones, sobre las reseñas de muchos cronistas que anteponen sus criterios ideológicos a su gusto cinematográfico, pero nunca descalificar al último trabajo de Clint Eastwood, por otro lado, un film formidable. La existencia de otra película como Banderas de nuestros padres sólo presenta un problema en aquellos momentos en los que este segundo relato sobre la Segunda Guerra Mundial resuelve algunas situaciones con elipsis demasiado abruptas (cf. tras el desembarco, vemos una breve secuencia bélica, pero enseguida se pasa a unos oficiales hablando de ese encuentro como algo acabado), tal vez por temor a no repetir lo que los espectadores ya sabíamos, si bien se trata de un mal menor, ya que el hecho de ser aquella más ambiciosa y épica hace que Cartas desde Iwo Jima carezca de su despliegue logístico, lo cual sirve también para que no tenga ese aspecto de producto colectivo que constituía uno de sus principales problemas: la presencia en la producción de Steven Spielberg tan palpable en Banderas... ha dejado de ser un lastre, como tampoco hace tanto acto de presencia el nervio del guionista Paul Haggis, siguiendo ahora el relato un estilo lineal con puntuales flashbacks introducidos de manera clásica. Incluso el tratamiento fotográfico de Tom Stern, cuyos tonos marcadamente grisáceos que resaltan aún más, también contribuye a crear una mayor sensación de cohesión. Todo ello dota al relato de la sobriedad que necesita Eastwood para describir con pulso firme cada situación, llegando en ocasiones al nivel de lo sublime. Curiosamente, el cineasta es tanto mejor cuanto más ajeno le es el contexto, como demuestra en las breves pero intensas secuencias que acontecen en el Japón de mediados de siglo (la de la mujer que llora porque su marido es enviado a la guerra, o la del perro que debe ser ejecutado porque molesta con sus ladridos a un oficial), donde parece haber aprendido el arte que la Historia del cine japones nos ha legado, desde Ozu hasta Yamada, pasando por Mizoguchi, Kurosawa, Oshima o Imamura. En definitiva, el material le sirve a Eastwood para dotar de una pasmosa humanidad a un puñado de personajes condenados al fracaso.
Y es que éste es un hecho clave en la calidad artística del film. Se dice que Eastwood, quien ya tiene a sus espaldas varias obras maestras, no es un autor en el sentido cahierista, tal es la dispersión de su obra, la falta de unidad temática en su cine. Aunque yo tengo mis dudas al respecto. Porque sí que hay una faceta común a los momentos más brillantes de su filmografía: la cultura de los perdedores. Su maestría está en el rostro de John Wilson resignado a hacer su trabajo tras haber perdido a su gran amigo africano al final de Cazador blanco, corazón negro. En el asesino venido a menos Bill Munny, enfermo y recibiendo una brutal paliza en Sin perdón. En el Butch Haynes de Un mundo perfecto, o el Dave Boyle de Mystic River, siendo ejecutados por error tras una vida marcada por una niñez infernal. Por eso, si Eastwood se disponía a rodar una misma contienda bélica desde el punto de vista de los dos bandos, lo lógico sería suponer que el relato de los vencendores no estuviera del todo conseguido, mientras que el del bando contrario pudiera ser un un film sobresaliente. Y así ha sido.
'Letters from Iwo Jima' - Clint Eastwood - 2006 [ficha técnica]
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lunes, 19 de febrero de 2007
Cartas desde Iwo Jima
sábado, 10 de febrero de 2007
El truco final (El prestigio)
The prestige es un ejemplo más de cierta tendencia en el cine comercial reciente, ése que ha intentado separarse, por fin, de la corriente adrenalínica ochentera, y ofrece un trato con el público presumíblemente más inteligente pero, no nos engañemos, en ocasiones igual de formulario. Me refiero a todas esas películas (y en esto el título en castellano de The prestige no hace sino afianzar esta apreciación) que se basan en un giro final, no como en un whodunit de Agatha Christie, sino de manera más radical, poniendo patas arriba todo el relato al descubrir, por ejemplo, que una o más partes de la narración eran ensoñaciones de algún personaje o, más aún, que el propio personaje no existía o estaba muerto. La tendencia no puede estar más extendida, pues se ha aplicado en películas de géneros tan dispares como el de gangsters (Sospechos habituales), el fantástico (Los otros), el de ciencia ficción (Fantasmas de Marte) o el thriller (Memento, debut del propio Christopher Nolan). La trampa de alguno de estos films (no necesariamente los que he citado) suele consistir en un ejercicio de infidelidad con el espectador: el relato puede revelar incongruencias, de manera que al final sí se consigue engañar al público pero a costa de que no encajen algunas piezas. El primer punto a favor de The prestige es precisamente su lealtad en ese sentido: no sólo no da un testimonio falseado sino que no pone reparos en ir revelando pistas, sin miedo a resultar esclarecedor con excesivo anticipo, como ocurre, por ejemplo, en la secuencia en la que un niño descubre, durante la representación de un truco, que el mago debe matar a un pájaro para hacerlo desaparecer (y después mostrar a "su hermano"), o como ocurre con Fallon, un personaje demasiado misterioso como para que no sospechemos de él como alguien relevante en la explicación final.
El principal interés de la última película de Christopher Nolan lo encontramos en cómo revela esas pistas, no mediante elementos de discutible obviedad, sino a partir de las motivaciones de sus dos personajes principales, Robert Angier (Hugh Jackman) y Alfred Borden (Christian Bale), dos magos enfrentados desde el momento en el que uno de ellos provoca accidentalmente la muerte de la mujer del otro durante la representación de un número de magia. A partir de aquí, las carreras de ambos magos se separarán, compartiendo ambos la idea de ser mejor mago que su adversario, aunque sus inquietudes serán muy diferentes: en esta competición, a Angier le obsesiona la fama y el éxito, de ahí su decepción cuando, al realizar un truco de teletransportación, permanece encerrado bajo un falso suelo mientras un doble de sí mismo queda expuesto a la ovación del público, lo cual lo llevará a adoptar soluciones fatales, a "ensuciarse las manos" (la forma en la que Angier conseguirá superar el arte de su rival es verdaderamente macabra) que definen tanto su absoluto desprecio por el objeto que desaparece en el truco como su fijación por ser el doble que recibe los aplausos. Por su parte, a Borden lo que le obsesiona es la magia en sí, de ahí su admiración por el mago Chung Ling Soo (al parecer, un personaje real), cuyo secreto estaba en hacer el truco también fuera del escenario, sacrificando así toda su vida para dar credibilidad a un número de magia.
También es paradigmático, no ya del cine comercial americano actual, sino de toda una tradicción de narradores que, pese a quien pese, siempre han demostrado una hegemonía absoluta en el arte de contar historias, el apreciable ritmo con el que está recreada una trama de semejante alambicación, cuyo único bache significativo lo constituye su epílogo: el artificio llega a tales niveles de misterio, que Christopher Nolan no encuentra una forma adecuada de resolverlo, y tiene que hacer que sean los propios personajes quienes provean al espectador de una (necesaria) explicación, en un estilo demasiado directo. Supone este desafortunado broche el punto débil en un producto cinematográfico cuyas principales virtudes provienen también de su inteligente construcción, pero no tanto de su funcional puesta escena ni, sobre todo, de las habilidades de Nolan como director de actores. En la película, el duelo entre los intérpretes es ficticio pero nunca interpretativo: si Hugh Jackman no pasa de correcto, Christian Bale peca a menudo de un exceso de histrionismo, aunque peor parados salen un Michael Caine que se conforma con figurar y una Scarlett Johansson tan limitada como de costumbre. The prestige es, pues, obra de un cineasta con algo que aprender, pero también de un narrador con mucho que contar, como demuestran las ideas que aparecen en el tramo final, donde la película deja de ser una intriga de época victoriana para entrar de lleno en el género fantástico. La fuerza de este hallazgo reside en saber cómo rescatar la fascinación decimonónica por ciencias hoy tan habituales como la electricidad, o de inventores como Nikola Tesla, que en su día fueron una auténtica leyenda. Esa capacidad de evocación es el auténtico truco final y el mayor logro del film.
'The Prestige' - Christopher Nolan - 2006 [ficha técnica]
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sábado, 3 de febrero de 2007
El libro negro
A pesar de los patinazos artísticos (que no comerciales) que Paul Verhoeven filmó en Hollywood, concretamente Showgirls y El hombre sin sombra, hay que saber reconocerle al director holandés su tarea como terrible renovador del cine comercial americano, habiendo aportado un conjunto de atractivos títulos cuyo interés es tanto mayor cuanto cronológicamente anterior, a saber, Robocop, Desafío total, Instinto básico y Starship Troopers. La presencia de Verhoeven en estos títulos no es accesoria, su mala uva está integrada en su obra de principio a fin. Sharon Stone se cruzaba de piernas sin ropa interior en el momento álgido de un guión que describía un mundo turbio, de personajes corruptos y despiadados, donde el bueno era un detective adicto a todo, cuyo currículum había conseguido mantener limpio gracias a su habilidad para burlar el detector de mentiras. Arnold Schwarzenegger utilizaba como escudo humano a un inocente que era despedazado a tiros por las fuerzas del orden, en medio de una lectura gamberra, divertida y fascinante (sobre todo en su primera mitad) de un relato de Philip K. Dick que, en el fondo, era tomado muy en serio. Sin embargo, los ejecutivos de las majors responsables de El libro negro, que han querido devolver a Verhoeven al cine europeo, han entendido que su misión en cada proyecto debe ser la aportación de esas pequeñas dosis de violencia extrema o erotismo desacomplejado, que del resto ya se encargarán ellos como dueños absolutos del proyecto (es significativo que los títulos de crédito los cierren los agradecimientos de los productores, los del director no figuran por ningún lado).
Verhoeven aparece en su última película en pequeñas dosis, está presente en las sucias escenas de desnudos o en la sangre de algunas ejecuciones, pero todo lo demás son escenas de acción de pulso nervioso, resueltas en planos muy cortos y sin ningún esfuerzo por resultar verosímiles (a excepción del asesinato de Van Gein o de la escena de la insulina y el chocolate). Asímismo, el guión descuida a menudo el dibujo de los personajes y sus motivaciones, cuando no crea contradicciones en sus actos, empezando por su personaje principal, Rachel (Carice van Houten) quien, después de haberse mostrado como una fría agente de la resistencia capaz de llegar hasta donde haga falta en sus labores de espionaje, se va de la lengua con increíble candidez cuando habla con su ¿amiga? Ronnie (Halina Reijn), mientras que esta última parece mostrarse del bando nazi cuando conoce la noticia, pero al final actúa de manera distinta, como si también estuviera implicada en la causa rebelde, algo que a los espectadores no nos queda claro. El tono edulcorado del relato también hace que esas subidas de adrenalina a cargo del director estén fuera de lugar, hay un momento en el que la protagonista es desnudada, golpeada y bañada con excrementos, donde el gesto del film abandona sus formas correctas para alcanzar niveles pasolinianos, pero no sólo son problemáticas secuencias como ésta: hay en la relación de Rachel con Müntze (Sebastian Koch) un extraño sabor a cuento de hadas, entre guapa-valiente y nazi-bueno, que no casa con los encuentros íntimos entre ambos, que tienen un punto de amor fatal debido, sobre todo, al buen hacer de los actores, algo que es notable en ella, cuya inexpresividad no consigue transmitir gran cosa en la mayoría de las secuencias restantes.
Y es que ése es el problema de El libro negro, no sólo su condición de superproducción europea donde atrezzo y vestuario lucen por la pantalla a modo de escaparate, sino el no haberse dado Verhoeven el gusto de impregnar de sí mismo todo el relato como hiciera en sus mejores películas americanas, y haberse limitado a hacer apariciones puntuales cuyo simbolismo podría haberse aprovechado con mayor fortuna en el resto de escenas. Véase, por ejemplo, como Rachel tiene que lavar sus pies en la taza de un water después de habérselos ensuciado al preparar la invasión de sus camaradas: después de la corrupción, sus armas de mujer (los zapatos de tacón) vuelven a estar listas, aunque para ello ha debido usar un medio aún más sucio. Una secuencia aún más llamativa es aquella en la que tiñe de rubio su vello púbico, filmada sin ningún tipo de distancia entre el espectador y el cuerpo desnudo de la mujer, ilustrando sin complejos el grado de vejación al que se ve sometido el personaje (también por lo chocante, hasta ahora todo había sido tan políticamente correcto como hemos dicho anteriormente), teniendo que negar su condición de judía hasta su naturaleza más íntima, aunque aquí será más revelador el hecho de que Hans Akkermans (Thom Hoffman) se avalance sobre ella cuando ésta termina su labor, satisfecho porque él "la poseerá primero", no sólo poniendo en evidencia que Rachel será la puta de todos, sino que todos son malvados, como se verá posteriormente. En conexión con esto, Rachel cerrará literalmente el ataud de su enemigo utilizando como atornillador un colgante con fotos de la familia que le han arrebatado los nazis, con el cual cierra una enorme cruz cristiana que permite respirar a quien se esconde dentro, ilustración muy directa de la venganza de la heroína en honor a la causa judía. Y desde aquí saltamos al epílogo, situado en el presente (toda la película es un flashback) en Israel, donde Rachel entra con su feliz familia en el enorme santuario que ha construído con el dinero de los judíos, y el fundido en negro final apenas nos deja ver que unos soldados entran a toda prisa para proteger la alhambrada en lo que parece un simulacro (¿o no?): el último aliento del film nos remite a la locura de nuestro mundo real, en el que los judíos han recuperado el poder económico pero no la paz. Como decimos, es una lástima que la mayor parte del film no llegue a tan alto nivel de connotación.
'Zwartboek' - Paul Verhoeven - 2006 [ficha técnica]
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jueves, 1 de febrero de 2007
Offside (Fuera de juego)
Offside viene a ser una especie de reverso amable de El círculo, pues es una película más ligera y accesible, sin duda debido a un estilo mucho más ortodoxo en términos de montaje y puesta en escena. En el rodaje, los medios logísticos fueron tan excasos como de costumbre, pero las virtudes de Panahi como elegante realizador hacen que la construcción dramática no se vea afectada, y planifica con brillantez un relato que podría resolverse en tres actos: la presentación en un autobús, el desarrollo en la parte posterior de las gradas de un estadio y el desenlace en un furgón de policia (la parte de la entrada al estadio, incluída la detención de la primera joven, podía haberse resuelto mediante una elipsis), a lo cual habría que sumar el escenario del baño público donde se desarrolla una de las escenas más cómicas de la película, pero no necesariamente la mejor rodada, dado que la construcción de cualquier episodio es igual o más minuciosa. Esto también es posible gracias a su elenco de actores no profesionales, en cuya dirección se ha especializado Jafar Panahi, llegando en algunos momentos del film a sus niveles más sobresalientes. Más inesperado es el hecho de que, en medio de una filmografía poco dada a los géneros, la película se trate de una comedia hasta las últimas consecuencias, cuyo optimismo carece incluso de juicios morales hacia sus personajes, hasta el extremo de que no presta demasiada atención a las motivaciones de las protagonistas pero sí a las de los soldados que las retienen.
Con todo, la mayor virtud de Offside es el uso del tiempo cinematográfico, su modo de aprovechar como fondo del relato un acontecimiento real: el encuentro de fútbol que enfrentó a las selecciones de Irán y Bahréin, del que la primera obtuvo la clasificación para el mundial de fútbol que posteriormente se celebró en Alemania. Este recurso (ignoro si se trata de un truco o los hechos son auténticos) produce una fuerte sensación de tiempo real que hace que, como todas las películas de Panahi, Offside esté tan cerca de ser un documental como de un cuento de ficción. La mayor parte de la trama se desarrolla durante un partido de fútbol que apenas vemos, que casi siempre tiene lugar fuera de la escena, en cambio los minutos iniciales y finales llevan al anonimato a los personajes protagonistas, por verse integrados en los acontecimientos auténticos que sucedieron aquel día. Así, las imagenes no son sólo un seguimiento de un puñado de mujeres y hombres ficticios, sino un documento casi histórico acerca de unos hechos concretos, que exaltan el poder de unidad de todo un país. No en vano, las mujeres terminan consiguiendo la libertad al confundirse entre una multitud que canta algo que parece el himno de Irán pero que en realidad no lo es, pues se trata de un tema popular compuesto en un momento en el que Irán sufría la opresión de occidente: a lo que cantó el autor no fue al gobierno de Irán, sino a su pueblo.
'Offside' - Jafar Panahi - 2006 [ficha técnica]